La semana de pascua fui a vivir una experiencia con Jesús. Estuvo intensa pero la disfruté y me pregunté varias cosas: ¿por qué las personas nos afanamos en ser ateos?
Esta es una pregunta interesante, porque solemos justificar nuestro ateísmo porque Dios es invisible, lejano y difuso.
La cuestión de la invisibilidad puede explicarse como una cuestión de actitud. Si nosotros de entrada nos cerramos a la posibilidad de constatar la presencia de Dios, cerramos automáticamente nuestra mente, es algo así como elegir de antemano a tu enemigo.
El corazón debe estar dispuesto a prestar oídos sin prejuicios ni objeciones heredadas. Un corazón atento puede constatar con palabras claras y sencillas de lo que Dios nos pide. El silencio es el primer paso, encontrarse con uno mismo es el primero miedo que debemos perder, esta confianza nos lleva a experimentar con certeza un amor similiar al de nuestros padres.
El segundo paso es realizar una lectura pausada de la Sagrada Escritura. El canto de los salmos es una vivencia de una gran misericordia a los hombres. Aquí es donde se comprende el primer mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. La cuestión radica en un agradecimiento sincero de sentirse correspondido ante este primer amor experimentado, inmerecido por nuestra pequeñez.
Una vez hecho el diálogo entre Dios y nosotros, constatamos que Dios no es tan lejano. La presencia real y viva de Jesús en la Eucaristía radica en que ese regalo de amor es tan grande y tan inmenso que el alma se llena de alegría y se deja cuativar poco a poco, como un enamoramiento que se siente físicamente… Continuará.