lunes, 9 de diciembre de 2013

¿Somo esencialmente "homo faber" o podemos elegir no trabajar?

Juan: hola María. Vengo a verte porque ando un poco decaído.
María: Cuéntame: ¿Cómo vas con tu trabajo?, ¿has sido productivo?, ¿sientes que te has cambiado, que has crecido profesionalmente?
Juan: Pues, más o menos, me siento decaído y siento que no tiene gran utilidad lo que hago diariamente. ¿Qué me recomiendas?
María: Primero lo primero, te animo a reflexionar el por qué de tu trabajo pues “no hay nada más práctico que una buena teoría” y luego veremos cómo puedes trabajar mejor.
Juan: Muy bien.
María: A ver dime,  para ti: ¿qué significa trabajar?, ¿cuál es la perspectiva que consideras más importante para ti?
Juan: Bueno, desde un punto de vista físico el trabajo es una fuerza sobre un objeto.
María: ¿Podríamos decir esta fuerza debe tener un propósito?
Juan: Claro, debe ser productiva. ¿Trabajo  físico entonces es la aplicación de una fuerza para obtener un resultado productivo?
María: Muy bien, de hecho, la palabra trabajo viene del latín tripaliare, poner en el tripalio. En el latín vulgar, el tripalium era signo de fatiga, sufrimiento, penalidad, asociadas al primer trabajo: el de campo. Esta penalidad pasó del francés travailler al vocablo inglés travelque designaba viajes largos, tortuosos por las largas jornadas en caminos y las malas condiciones de los alojamientos. Cuando el escritor castellano, Miguel de Cervantes, tituló a una de sus novelas “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, lo de “trabajos” no se refiere a oficios ni a ocupaciones cotidianas sino a penalidades, trances y sufrimientos y a las peripecias viajeras de los dos protagonistas.
En castellano, también labor también es sinónimo de trabajo. El trabajo del campo es prototipo de trabajo. Laborar designa la operación humana sobre la naturaleza para rendir frutos.
Juan: ¡Ah! Comprendo. Trabajo es esfuerzo, y también es producto. A cambio de cierta dosis de tortura el hombre cambia algo en el mundo. Esto me recuerda a los tamemes, los indios contratados para cargar cosas porque en América  no existían animales de carga. Por eso el arzobispo Zumarraga mandó traer caballos, perros y burros para sustituir a los indios. ¿No es así?
María: En cierto sentido sí: el físico;  pero en otro sentido, y más importante no. De hecho, la rueda, la polea, los animales de carga y los modernos motores de combustión fueron nuevas fuentes de fuerzas trabajadoras.
Juan: Entonces: ¿Qué quedó del esfuerzo humano en esos instrumentos?
María: El esfuerzo humano fue más intelectual que físico: el ser humano tuvo que “pensar” el uso de la rueda, de la polea, del motor. Pensar supera cualquier fuerza física que produce un movimiento, con la inteligencia el hombre transformó su entorno.
Juan: Pensar implica esfuerzo. Entonces,  ¿por qué el hombre de todo lugar y tiempo, obstinadamente, se tortura trabajando? ; ¿por qué nos empeñamos en cambiar algo en el mundo y no mejor lo dejamos tal como lo encontramos?
María: Precisamente, la biología explica cómo evolucionó el homo sapiens. El problema sobre el origen del hombre no es algún “eslabón perdido”. Es algo mucho peor: las leyes de la evolución fallan en la línea que va hasta el hombre. No hay adaptación, no hay selección.
Juan: ¿Esto en realidad es así?
María: Te explico: ¿Por qué? “si un animal es capaz de hacer frente a las diferencias del medio con instrumentos fabricados, entonces no tiene que sufrir cambios morfológicos adaptativos y no hay lugar para ese tipo de evolución. A medida que la vida del animal se vincula más a la fabricación, y en definitiva a la técnica, en esa medida la unidad de la especie se mantiene  a pesar de la diferencia de nicho”[1]. El trabajo permitió al homo sapiens independizarse del medio.
Juan: Entonces, ¿el medio de sobrevivencia de la especie humana no es, como en el caso de otras especies, una adaptación morfológica?
María: Exactamente. No lo es. La sobrevivencia proviene de la fabricación de instrumentos. El homo sapiens es un homo faber
Juan: ¿Homo faber? ¿Es decir el trabajo nos caracteriza como especie humana?
María: Así es. De hecho nuestro mismo cuerpo está hecho para trabajar: primero porque nuestro cerebro es proporcional a nuestro cuerpo; segundo: el caminar erguidos permite que la cabeza esté ocupada por el cerebro que está hecho para conocer y no sólo sentir; tercero:  las manos no están determinadas para algo único sino que está abierta para hacer todos los instrumentos. De hecho, la mano da sentido al crecimiento del cerebro y al bipedismo. Cuarto: en la medida en que el hombre fabrica instrumentos de defensa, de abrigo, de preparación de alimentos, disminuye en él la fuerza del instinto.
Juan: En otras palabras: Mientras que todas las demás especies de animales cambian morfológicamente para adaptarse al medio, “el género Homo adapta el ambiente a él, y no él al ambiente”[2].
María: ¡Efectivamente!, si el hombre no trabajara, tendría que adaptarse; pero no puede adaptarse, biológicamente no es competitivo. Basta mirarnos a nosotros mismo: no tenemos cuernos, ni garras, ni grandes fauces, ni veneno. Tenemos poca visión en la oscuridad, no tenemos antenas, nuestra vista y oído sólo alcanzan un pequeño espectro de los respectivos objetos; no podemos correr a gran velocidad y el general somos débiles y frágiles.
Juan: ¿Entonces estamos mal diseñados?
María: No necesariamente, tenemos un diseño perfecto para el ejercicio de las operaciones superiores o infinitas. Los animales no necesitan decidir, solo siguen sus leyes físicas y biológicas. Nosotros, además, estamos sujetos a otras leyes superiores. El desarrollo tecnológico de los últimos dos siglos verifica esa “infinitud de cosas” que puede crear la inteligencia y las manos humanas.
Juan: ¡Qué interesante! ¿Entonces qué será más importante trabajar con los instrumentos o fabricarlos?
María: Fabricarlos porque implica la capacidad de ver oportunidades y aprovecharlas. Un ejemplo es la creación de las primeras armas para la caza. El palo servía para golpear, era como una extensión del brazo. A partir del palo, al hombre se le ocurrió crear una lanza (palo afilado) con la que penetraría las vísceras vitales del animal. Pero la lanza no servía para cazar animales veloces: así que inventó la jabalina (lanza ligera) para lanzarla desde lejos. Pero la caza de pájaros necesitaba algo más: la flecha y el arco mejoraron la velocidad y la precisión[3].
Juan: Entonces, ¿vale la pena detener el trabajo y detenerse para “ver”?
María: Efectivamente, Stephen Covey le llama “afilar la sierra”. Detenerse a pensar ¿qué hace falta para mejorar la productividad de mi trabajo? Salir de la rutina, salir físicamente del lugar de trabajo permite ese “suspender la acción” y pensar, mirar lo que se ha hecho y lo que se podría llegar a ser. Ser capaz de captar oportunidades.  De hecho, Julian Simon, economista judío, escribió un libro titulado “El último recurso”.  La presencia del hombre en el mundo no ha empobrecido a la Tierra, sino que la ha hecho más productiva siempre y cuando hay un entorno político adecuado.
Juan: ¿Un entorno político? ¿Y cómo puede ser esto si en México está inmersa la cultura de la corrupción? ¿Entonces, tendríamos que hablar de ética…?
María: Sólo así. Julian Simon una condición: el crecimiento económico sólo se puede dar si hay un entorno político adecuado. “Los elementos fundamentales de este marco son libertad económica, respeto a la propiedad y justas y sensibles reglas de mercado que todo el mundo tenga que respetar”[4].
Juan: Claro, sólo habrá dinero si uno puede comprar y vender libremente, si a uno no le roban su dinero y estemos dentro de un sistema justo… pero dime, ¿qué es exactamente la ética?
María: Sí. La ética es el orden que la razón establece en los actos libres, así como la lógica es el orden que la razón establece sobre el pensar. Pensar con lógica es pensar de manera ordenada, actuar con ética es actuar de manera ordenada.
Juan: entonces si la ética es poner orden, ¿quién pone orden  si cada persona tiene una escala de valores diferente, cada sociedad  lo percibe diferente, como el comunismo o capitalismo?
María: La ética no es “moralina”, un cataplasma puesto encima. No es un instrumento para la productividad: si fuera eso, no sería ética sino una técnica subordinada a los propósitos individuales o mercantiles. Y esos propósitos… ¿serían éticos?
Juan: Entonces, ¿cómo saber qué está bien y qué está mal?
María: La misma pregunta que acabas de formular la hizo Sócrates, el fundador de la ética occidental en el diálogo Gorgias[5] de la siguiente manera: « ¿de qué hay que guardarse más: de sufrir una injusticia o de cometerla?»La pregunta es de enorme profundidad: ¿quién sale más perjudicado, el que es víctima de la injusticia o el que la comete? Su argumentación es muy sencilla: a la víctima la injusticia se le inflige, la ha sufrido desde fuera, como un sujeto afectado por los actos injustos. En cambio el que comete la injusticia se hace injusto intrínsecamente”[6].
Juan: ¿Fuera o dentro? O sea, ¿Sócrates habla de un yo interno?
María: Exactamente, el ser humano tiene una intimidad, por eso es el primer beneficiario y la primera víctima de sus actos. En la ética como en el trabajo la acción tiene un efecto no solamente en exterior sino también en el interior. “Si hago zapatos, no solamente hago zapatos, sino que me pasa algo en cuanto hombre: el fabricar zapatos me hace mejor o me hace peor. A la acción humana siguen dos resultados: el externo y el interior”[7].
Juan: Como conclusión podríamos decir: por su dimensión física, el trabajo es esfuerzo productivo; por su dimensión biológica, el trabajo es indispensable para la supervivencia humana. De ahí deriva la dimensión económica: el hombre hace el mundo más productivo; pero el trabajo no sólo transforma el mundo sino transforma al trabajador. Esa es la dimensión ética del trabajo.
María: ¡Muy bien!








[1] Polo, L. Ética. Hacia una versión moderna de los temas clásicos, U. Panamericana-Ed. Cruz, México, 1993, p. 34.
[2] Polo, L., Ética, p. 38.
[3]Polo, L., Quién es el hombre, pp. 63-65.
[4]Simon, J., Más gente, mejor para todos, ALAFA, 1994.
[5]Platón, Gorgias, 527b.
[6]Polo, L., Ética, p. 98.
[7] Polo, L., Ética, p. 102.

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